¿Tiene derechos la naturaleza?

Autor: Alfonso Henríquez

Fuente: Diario de Concepción

27 de noviembre de 2021

La pregunta admite al menos dos respuestas. En primer lugar, podemos hablar de un derecho de toda forma de vida, sin excepción, a prosperar y desarrollar sus potencialidades, desde la montaña al ser humano, pasando por los bosques, los animales, los ríos, etc. Esta postura se basa en que los derechos, en tanto técnica de protección de ciertos intereses que consideramos relevantes, están vinculados con el deber de asegurar que los organismos y sistemas puedan preservar su existencia. De esta forma, no resultaría justificado reconocer derechos solo a los seres humanos, al tiempo que le negamos esta posibilidad a otro seres o sistemas que también puedan prosperar y florecer. Como vemos, este enfoque pretende superar el dualismo filosófico y jurídico que existe entre el ser humano y la naturaleza, paradigma hasta ahora dominante, extendiendo el ámbito de protección y reconocimiento de los derechos a entidades no humanas.

Sin embargo ¿constituye este enfoque una buena forma de entender nuestros deberes de protección hacia los ecosistemas? La propuesta podría ser discutible. En efecto, tal como señalan Donaldson y Kymlicka, existiría una diferencia importante entre el daño que puede sufrir un rio y un animal, puesto que solo este último tiene la vivencia subjetiva de estar sufriendo un perjuicio. No se trataría de establecer una jerarquía entre el orden de lo viviente, sino de reconocer que la naturaleza de la posición moral que está en discusión es cualitativamente diferente en uno u otro caso. Esto significa que no es posible equiparar el tipo de daño que sufre un ecosistema con el perjuicio que sufre un animal o un ser humano. Como explican estos autores, los seres sintientes pueden experimentar el mundo, tienen intereses o deseos, mientras que un río o una montaña se encuentran en una posición moral muy distinta dado que son agentes que no pueden establecer relaciones intersubjetivas con su entorno.

Sin embargo, estas dos posturas, tendrían algo en común, y es la idea relativa a que la naturaleza tiene valor moral, y que, por tanto, no resultaría admisible su explotación descontrolada para el solo hecho de satisfacer nuestros fines. De forma distintas, permitirían fundar una nueva ética de la vida, estableciendo el deber, tanto para el Estado como para los privados, de respetar los ciclos vitales de los ecosistemas.