¿Debería regir el principio precautorio cuando hablamos de plantas desalinizadoras?
Fuente: El Mostrador
Estos últimos años, la desalinización de agua de mar se considera una posible solución al problema de escasez hídrica, especialmente para consumo doméstico y uso en la minería, aunque también se está discutiendo su uso para la agricultura. De hecho, la mayoría de los programas de los actuales candidatos a la Presidencia la proponen como una de las principales alternativas para adaptarnos al problema hídrico que enfrenta el país. Sin embargo, se ha generado un debate en cuanto a las implicancias de los residuos que producen este tipo de plantas, específicamente de las aguas de descarte que son devueltas al mar, y que contienen una mayor concentración de sal que la que ingresa a la planta desde este.
En este sentido, Ihsanullah et al. (2021), entre muchos otros autores, indican que los impactos ambientales del proceso de desalinización son diferentes y varían significativamente según la naturaleza del agua de alimentación utilizada, la tecnología de desalinización empleada y la gestión de la salmuera residual generada. Por otra parte, la evidencia científica también indica que los impactos son sitio-específicos y dependen de las características biológicas e hidrográficas del entorno receptor, así como también de las características fisicoquímicas de la salmuera y del modo de su disposición.
Considerando lo antes mencionado, es fácil deducir que el uso de agua desalinizada impone a Chile importantes desafíos en términos regulatorios y de conocimiento; y entonces, mientras no los superemos, cabe preguntarse: ¿cómo se puede asegurar que las operaciones de estas plantas no afecten el medio ambiente marino y humano?
La respuesta está en el principio precautorio, en virtud del cual, cuando no hay certeza científica sobre los efectos que una actividad o sustancia pueda causar, se exige a la autoridad y responsables, tomar medidas anticipatorias (y de protección del bien colectivo) para evitar un daño ambiental o aminorar sus consecuencias. No es aceptable no hacer nada, amparados en que no hay información o la ciencia tiene posturas distintas.
Hoy este principio ya está reconocido en nuestro derecho expresamente (en la Ley General de Pesca y Acuicultura y la Ley Nº20.920, que establece el marco para la gestión de residuos, la responsabilidad extendida del productor y fomento al reciclaje) y en nuestra jurisprudencia. Y se propone en los proyectos de ley que crean el Servicio Biodiversidad y Áreas Protegidas y el Sistema Nacional de Áreas Protegidas y, hace muy poco también, en el proyecto de ley que fija la Ley Marco de Cambio Climático, justamente, pues habrá que tomar decisiones sin información o con información incierta, no confiable o incompleta. Se trata de cómo actuar o administrar la incertidumbre (Delgado, 2020) y constituye un imperativo ineludible en estos tiempos, para el Estado y los titulares, en aras del bien común.
De esta manera, mientras no se cuente con normas de calidad secundarias en nuestras bahías (tarea del Ministerio del Medio Ambiente pendiente desde hace décadas), las autoridades –amparadas en el principio precautorio– debieran exigir a todas las plantas desalinizadoras (aunque no ingresen al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental, SEIA) monitorear la calidad del agua y sus efectos sobre la biota en la zona de influencia de la descarga, para lo cual debe estar muy bien definida la pluma salina producida por esta. Esta cuestión es muy importante, pues, como sabemos, solo se considera el seguimiento en los Estudios de Impacto Ambiental.
Además, se debe exigir a cada titular describir concretamente cómo va a evitar o minimizar los potenciales conflictos con las comunidades costeras, especialmente cuando la planificación de la zona marino-costera en cuestión no tenga definidos claramente los usos preferentes, para evitar, además, la concentración de usos similares o incompatibles.
Sobre la base del mismo principio, la autoridad coordinadora del SEIA debe avanzar, en su Reglamento o, al menos, mediante guías, a estandarizar la información que se solicitará respecto al art. 10 y art. 11 de la Ley Nº19.300, especialmente cuando el titular quiera acreditar que no se producen impactos significativos, para sostener que bastaría con presentar una simple Declaración de Impacto Ambiental y no un Estudio de Impacto Ambiental. O, en caso de requerirse un Estudio de Impacto Ambiental, de qué manera se mitigan, reparan o compensan los eventuales efectos que cause el proyecto.
Finalmente, y si queremos adaptarnos a la escasez hídrica mediante la desalinización –esperamos en un abanico mucho más rico de otras soluciones–, se necesita que el proyecto de ley en la materia avance de manera rápida pero contundente en la prevención y precaución ambiental, resguardando la salud del océano, la integridad del borde costero y la justicia ambiental para las comunidades. Pues lo que debemos evitar a toda costa es que, en unos años más, esta medida de adaptación se transforme –como advierte la Cepal (2015)– en una “mala adaptación”.